EL DÍA DE LA LIBERACIÓN
“Al acabar sus dos discursos, Trump empezó a firmar órdenes ejecutivas rodeado de su gente. Detrás solo tenía la figura estilizada y misteriosa de Melania, con un sombrero que le cubría medio rostro, como a Lee Van Cleef. Parecía una sexy guardaespaldas tarantiniana mientras Trump ejecutaba el primer impacto de su gobierno.
Ya, ya lo sabemos. Será decepcionante para muchos. Nunca lo bastante. Ya, ya lo sabemos. No gustará a los reaganianos que preferirían que Trump hubiera dedicado a Putin su discurso. Y ya, ya lo sabemos, Trump recurre a una oligarquía tecnológica, a lo que se agarrará, sin duda, la izquierda, la buena, la fea y la mala que ha encontrado el fascismo, por fin, en el gesto cordial de Musk ofreciendo su frenético corazón nerd. Vamos a vivir algo histórico: el prefijo ultra va a ser sustituido por fin por el prefijo tecno. Si meten un euro en una hucha cada vez que escuchen o lean tecno-algo, en verano podrán irse al Caribe.
Ya habrá tiempo de decepcionarse o de ver esto al trasluz de nuestra españolidad. Lo que ha hecho Trump es historia. Sucede que todo es histórico salvo cuando se hace historia, que entonces no se percibe o se niega durante una década.
1945, 1968, 1989… 2024. El mundo ha cambiado y era posible verlo en el acto inaugural de Trump, capaz de instituir el 20 de enero como un «Día de la Liberación» y dar nombre a una revolución, la del «sentido común». El momento populista-revolucionario del 2016 para ser efectivo exigirá esta vez su traducción ejecutiva, y por eso promete «cambios, y cambios muy rápidos». Un paquete de medidas aceleradas sobre todo en inmigración: declaración de emergencia nacional en la frontera, despliegue de tropas, tratamiento de terroristas a los cárteles… ¿Recuerdan la warp speed de las vacunas? Una especie de warp speed presidencial.
Trump expresó cómo quiere pasar a la historia: como «unificador y pacificador». Una palabra puede ser destinada a su política interior, otra a la exterior.
En política interior, la prioridad es la frontera, el orden en las ciudades y la lucha contra la inflación, controlando el gasto y el precio de la energía. Para lo primero, el DOGE muskiano, la Oficina de Eficiencia Gubernamental (despeluchado Milei al fondo); para lo segundo, carpetazo al Green Deal, explotación de su petróleo y gas, que no solo consumirán sino que hará consumir a los demás.
Trump, como los del Ateneo, decreta que solo existen dos géneros: hombre y mujer, el fin del wokismo y de la ingeniería social. Los ingenieros ahora serán informáticos. Se vuelve al propósito industrial y al recurso a los aranceles para proteger al trabajador americano en algunos sectores. Trump dio las gracias a varias comunidades: la negra, la hispana y también la de los trabajadores del automóvil. Tan importantes han sido. Trump ha ido más lejos: devuelve al consumidor la libertad para comprar el coche que desee. La primera señal, allá por 2015, de que algo pasaba la veían algunos en el precio del automóvil. En el día de la liberación, cuando se vuelve a señalar la frontera del Oeste informático, restituye la libertad de elegir coche/caballo.
El América First salta de la política industrial a la exterior. Los aranceles y sanciones serán los instrumentos disuasorios en una acción que evaluará el éxito militar «por las guerras que se acabaron y por las guerras en las que no nos metimos». No parece el discurso de alguien que quiera entrar en Moscú. Decepcionante declaración para los amigos del bombardeo democrático. No es que EEUU se convierta en Suiza; es más bien un cambio de plantilla. Del imperialismo universal wilsoniano y neocon lleno de buenas palabras a un dominio atlántico reforzado y bravucón que saca toda la plata, el músculo y los viejos títulos del excepcionalismo, el destino manifiesto y el espíritu de frontera, todos mencionados por Trump: el Golfo de México será «de América», pretende el canal de Panamá y colocar las barras y estrellas en Marte. Es una retórica sonora, retumbante, desusada, pero, si afinamos el oído, de alcances más modestos. Es como sonaba Estados Unidos antes de la caída del muro, incluso antes de la Segunda Guerra Mundial. ¿No ven ya el globo terráqueo de otra forma, no parece distinto el mapamundi? El abrigo de Trump tiene el empaque de los abrigos de Yalta.
Su mensaje exterior es tan poderoso que ha tenido efectos inmediatos. Putin ha celebrado su ánimo de evitar la III Guerra Mundial y Ayuso ha tendido la mano ofreciendo la colaboración de la Comunidad de Madrid.
Mientras escuchábamos a Errejón explicarle al juez cómo no se sacó «en absoluto» el pene, Trump juraba solemnemente con dos Biblias por la Constitución. Y había otra cosa, y no era el Consenso: el Pueblo. Se quedarán muchos con el momento en que Dios le salvó la vida para hacer su MAGA. Pero hubo otro. Su triunfo, su regreso, su victoria, su «comeback» de película se debe al pueblo. «El pueblo americano ha hablado. Lo imposible es lo que hacemos mejor». Todos los obstáculos del establishment en realidad no los salvaba Trump. La identificación hombre-nación se hace constitucional en un presidencialismo reforzado que ha vencido las resistencias enquistadas, cristalizadas en el sistema. Esta es la hazaña del populismo, ultra, sí… ultrademocrático.
La titánica tarea política que empezó en 2015 fue en algún momento una venganza personal que también ahora culminaba. Pero no era importante ya. Las caras de Obama, Kamala, Clinton o Biden parecían las de personajes vencidos camino de unos párrafos menores en los libros de historia. Trump miraba al futuro. Quizás esa sea la función de Musk, la justificación de su presencia allí. Trump no puede prometer la luna, pero sí Marte. «El declive americano ha llegado a su fin». Puede que solo esté empezando, quizás el destino ya esté escrito, y de ahí la necesidad de desempolvar un destino manifiesto. Estados Unidos, al menos, quiere redefinir su relación con la globalización, con inercias culturales e históricas muy profundas que no se invierten firmando un decreto. Como esos cohetes de Elon Musk que se aparcan solos, quiere ser capaz de aterrizarse. El nacionalismo ya estaba en 2016, faltaba la proyección optimista, la aventura innovadora, el concepto de frontera-invento. Ahora sí puede propulsarse un cohete histórico.
«Edad de oro», «éxito», «victoria». Se decían palabras trumpianas sin vibrato, como proyecciones sosegadas; y a punto de descargarse como una app de Zuckerberg el paquete de órdenes ejecutivas, la luz de la venganza y la promesa que en algún momento movieron al trumpismo (hasta que Dios tuvo que ayudar en Pensilvania) se podían encontrar en la distante seriedad de Barron, aclamado instintivamente por los MAGA. «¡Barron, Barron, Barron!». Cuando un orador hablaba de la First Lady, su madre, él miraba entre el público, celoso, buscando un gesto delator.
Quizás el movimiento se ha hecho auténticamente monárquico porque no quiera ser saciado y viva ya en esa efigie juvenil o se conserve en la ira bannonita del obrero nacional. Pero el trumpismo, como tal, ya ha llegado, lo ha conseguido en asombrosa hazaña histórica y su populismo ha cambiado la conversación mundial. Ahora miraremos a Marte, no al sexo de los ángeles. Y quizás, en algún tiempo, no mucho tiempo, nuestros enemigos (nuestros en un sentido amplio, ya me entienden) también habrán cambiado.”
Hughes.
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